La sangre brotaba de su espada y torso, manchando el suelo a tiempos alternos, dejando un rastro discordante. Su hoja se había mellado y sangraba profusamente de las múltiples heridas que le habían infligido. Estaba exhausto. Y aún así una sonrisa cruzaba su rostro.
Se decía que había nacido en la batalla. No era cierto en el sentido literal del término, pero sí en el sentido espiritual. Había estado allí, sangrando con sus hermanos, hundido en el barro, muerto, y había resucitado.
Cuando su juicio volvió, había pasado demasiado tiempo. La lluvia había dejado de caer, los cuervos y otras alimañas se habían dado un festín con los caídos; sobre su piel, trozos de algo informe se secaban al sol.
¿Cuanto tiempo había pasado? Lo desconocía. Sus hermanos habían contenido el ejército de aberraciones para que pudiese entrar en la cripta y todo había pasado.
La calma y el zumbido de las moscas casi le enloquecían.